La educación familiar, el principal recurso para la limitación del uso de los móviles
La semana pasada me llamaron de un medio de comunicación para preguntarme qué me parecía la idea de China de restringir legalmente el tiempo que los jóvenes podrían utilizar los móviles y si esta medida debería implantarse también en España. Mi primera reacción fue contestarle a mi interlocutora que ambos países tenían culturas totalmente diferentes. En un país comunista como China, su gobierno se puede tomar la libertad de imponer una norma por decreto y, a continuación, sancionar a sus ciudadanos incumplidores con medidas punitivas de cualquier orden sin apenas recibir ningún tipo de protesta ciudadana. Ahí está, por ejemplo, la ley del hijo único que provocó el descenso de su población femenina por la preferencia de las familias por conservar a sus hijos varones, dejando a sus hijas en orfelinatos de los que sólo podrían salvarse si alguna familia extranjera deseaba adoptarlas. Más reciente es el hecho de que cualquier ciudadano chino puede ser detectado en la calle mediante cámaras de reconocimiento facial que su gobierno ha puesto por todas partes, y si ha cometido algún delito puede no sólo ser delatado y detenido por cualquier policía próximo, sino incluso ser expuesto al escarnio público revelando su imagen en alguna pantalla electrónica de la zona. Estos son sólo dos ejemplos de cómo se las gastan los gobiernos chinos con sus administrados.
Tras este cuestionamiento, le comenté a mi entrevistadora que ese tipo de actuaciones nunca serían procedentes en un país democrático y que en España ningún gobierno se atrevería a decirle a sus ciudadanos taxativamente por ley cuántas horas podrían utilizar los jóvenes sus móviles o hacer partícipes a sus padres en el cumplimiento de la norma.
En España, como en cualquier país democrático, lo único que pueden hacer sus gobiernos es establecer sugerencias para que los padres puedan prevenir situaciones perjudiciales para sus hijos o de cómo deberían actuar para corregirles aquellos hábitos que pueden serles nocivos, pero siempre desde el ámbito de la educación, nunca de la imposición, como por ejemplo quiere hacer Vox respecto del pin parental.
Así las cosas, el tema de la adicción al móvil de los jóvenes y no tan jóvenes es un problema que inquieta a todo tipo de sociedades. Estar conectados con aplicaciones de juegos, de ocio o, simplemente, a redes sociales que le dan al individuo la oportunidad de decir lo que quiera o interpretar las cosas a su manera es puro individualismo. Y del individualismo al egocentrismo sólo hay un pequeño paso.
Cuando un niño o un joven hace algo que le parece exitoso y lo sube a la red para recibir likes, está pretendiendo generar una cierta atención no tanto sobre el hecho en sí como sobre él. En un principio, el hecho le aportará protagonismo y reconocimiento. Pero, a partir de ese momento, pasará a explorar nuevas fórmulas que le ofrezcan empatizar con los demás. Sin embargo, la empatía sólo sirve cuando uno es respetado o admirado por alguien próximo con quien comparte amistad o consideración, y esto no tiene nada que ver con el número de likes conseguidos, sino con la reacción de aproximación al otro. Ser admirado por desconocidos sólo puede ser bueno para los que colocan en el mercado un producto que quieren publicitar o vender, pero para el resto sólo será una inflamación casual de su ego que a la menor oportunidad adversa perderá todo su valor y, en consecuencia, le acarreará frustración. Y de frustraciones juveniles están llenas todas las redes sociales, como también lo están de sus falsas imágenes creadas sólo para alcanzar unas pretensiones imposibles en la vida real.
Por todo esto, no es nada excepcional la oleada de intentos de suicidio que se está produciendo entre nuestros jóvenes a nivel global, una vez que no consiguen sus pretendidos deseos o cuando piensan que todo está al alcance de sus manos con un simple clic.
Lo peor de todo es que esta nueva generación de jóvenes tiene unos padres que, al igual que ellos, se sienten abducidos por las nuevas tecnologías y les dedican más tiempo a ellas que, en muchas ocasiones, a educarlos a ellos. Todo un círculo vicioso del que es difícil de salir tanto con normas impuestas como con sugerencias gubernamentales y donde sólo el sentido común y la buena educación familiar es todo lo que le queda a la sociedad para revertir algo que parece estar escapándosele de las manos a todo el mundo.
José Manuel Suárez Sandomingo