El mérito de la ignorancia
La formación del profesorado es una pieza clave para mejorar la calidad de un sistema educativo. Parece lógico pensar que quien quiera dedicarse a la docencia deba adquirir unas nociones básicas de Historia de la Educación. Recordar por ejemplo que movimientos pedagógicos progresistas como Escuela Nueva fueron en su día asimilados por regímenes políticos totalitarios. Los programas educativos de la Alemania nazi, la Unión Soviética o la Italia fascista constituyen toda una crítica a la escuela tradicional asumiendo sin complejos las teorías de la educación moderna de principios del siglo XX. José Solís, ministro franquista, llegó a defender en las Cortes españolas un proyecto de ley que aumentaba el número de horas dedicadas al deporte en detrimento del estudio de lenguas clásicas. No es extraño que Gramsci estableciera un nexo de unión entre los autoritarismos políticos y los dogmas educativos innovadores.
Siempre será mejor en la escuela obligatoria estudiar humanidades que robótica o resiliencia. Las canciones y los bailes de Shakira emocionan a los alumnos pero cercenan las oportunidades que abre por ejemplo el conocimiento de los textos de Cervantes. La confianza, el empoderamiento cultural se logran trabajando el lenguaje y su gramática, el cuidado de las palabras como vehículo de las experiencias que compartimos. Hurtar a los alumnos una educación humanista es eliminar las bases del contrato social –que permitía a los de abajo alcanzar cotas de bienestar– en favor de los privilegios de clase predeterminados.
Las aulas han de ser espacios donde se realicen aprendizajes distintos a los que tienen lugar cotidianamente en el barrio o en la casa. Un buen plan de estudios es, por eso, en gran medida contracultural. Y el maestro, un referente que haría mal en competir y adoptar los métodos del youtuber. La relación docente-discente es asimétrica, alguien que sabe y enseña frente a otro que ignora pero aprende. El conflicto es inherente pero la perseverancia obtiene resultados que el histrionismo niega. “Suena sexy –afirma Nuno Crato, exministro de Educación portugués– decir que los alumnos tienen que aprender divirtiéndose, pero a mí lo que me preocupa es que aprendan con profundidad lo necesario, y que lo aprendan todos. Para divertir a los niños no hace falta maestros”.
Las consecuencias son claras. El relativismo cultural y la falta de criterio jerárquico termina perjudicando a las clases sociales más humildes. La formación académica y el entretenimiento casan mal en la escuela y generan confusión. Decía Gramsci que la enseñanza directa es una lucha contra el folklore, en referencia a los contrastes curriculares que habrían de ser muy evidentes con respecto al entorno en el que viven los alumnos. Las actuales situaciones de aprendizaje serían tachadas por él de reaccionarias, simples deseos verbalizados sin anclaje en el conocimiento, la memoria y la cultura.
Se trate del barrio más noble de la ciudad o de los suburbios, leer a Ángel González o Cien años de soledad, estudiar a Goya o a Platón, nos hace más libres. Es difícil sin embargo hablar de educar para la libertad sin hacer referencia a los conocimientos necesarios que hacen posible el ejercicio de esa libertad. Una libertad que no puede ser un punto de partida sino de llegada.
Dicho de otra forma: se engaña a los alumnos dulcificando su educación. Las actividades intelectuales imponen rigurosas exigencias imprescindibles para desarrollar el pensamiento y la capacidad crítica. El trabajo es un principio fundamental. Dejar hacer a la naturaleza, que nunca se equivoca y es buena en sí misma, significa abandonar al niño a la influencia casual y fortuita de sus circunstancias, un contexto cultural que no es siempre ni promisorio ni providente.
Lo cierto es que sin un magisterio competente no se alcanzan las etapas superiores del intelecto. Hacer hincapié en la instrucción frente a la educación supone además la desvinculación necesaria de la moral y la pedagogía. Si en lugar de centrarnos en la transmisión de conocimientos, los objetivos escolares buscan el desarrollo espiritual de los alumnos, el adoctrinamiento no tarda en mostrarse casi siempre de forma sectaria.
Instruir, por tanto, es trabajar en favor de la democracia y contra la barbarie populista. Como escribe Harold Entwistle, “el autoritario político que quiere formar a los jóvenes con una disposición emocional a favor de su propia ideología, hace bien en lucir el mérito de la ignorancia, el valor de no tener memoria del pasado ni información sobre las alternativas sociales y culturales contemporáneas” (Antonio Gramsci, una educación conservadora para una política radical, Akal, 2023).