Galicia y sus nuevas oportunidades con el cambio climático
Cada uno de nosotros, sobre todo los que ya tenemos una cierta edad, podemos referir aspectos personales relativos al cambio climático. En mi caso, recuerdo que, de niño, a finales de los años sesenta y principios de los setenta, cuando iba por las mañanas a la escuela y no había llovido, como era habitual entre septiembre y junio, y la noche había sido fría, los campos estaban cubiertos de un blanco inmaculado y en los charcos el agua se había convertido en losas de hielo. A muchos de aquellos pequeños, estos bloques nos llamaban poderosamente la atención y no podíamos dejar de pasar la ocasión de romperlos con el tacón de nuestros zapatos, con el riesgo unas veces de resbalar y caer al suelo, y otras, de salpicar nuestras piernas si el hielo no era lo suficientemente duro. Pero la tentación de romper las láminas de lo que comúnmente llamábamos caramelos estaba por encima del peligro e incluso de la reprimenda que llevaríamos de nuestras madres por haber manchado de barro la ropa. Con el paso del tiempo, pudimos comprobar que ni los inviernos venideros eran tan fríos ni tan lluviosos como los de nuestra infancia y sí más templados y llevaderos.
Sin embargo, para los agoreros del sur peninsular, Galicia seguía siendo lluviosa y fría y nada como las playas del sur y de la costa mediterránea para pasar las vacaciones veraniegas. Por su parte, los habitantes del sur de Galicia tenían su propio concepto del clima gallego y todos los veranos reivindicaban que, por sus lares, tenían un microclima que nada tenía que ver con lo que decían los meteorólogos por la televisión, a los que les demandaban que les trataran de forma diferente, sino exclusiva, informando a los televidentes de que el sur gallego también tenía clima mediterráneo.
Pero no fueron ni la pérdida de los fríos y lluviosos inviernos gallegos ni el microclima mediterráneo del sur de Galicia los que convencieron a los habitantes de España del cambio climático del noroeste peninsular, sino los tórridos veranos del resto del país. Los estíos de la Costa del Sol (la costa de Málaga), la Costa Cálida (Región de Murcia), la Costa Dorada (la costa de parte de Barcelona y Tarragona) o la Costa Brava (costa de la provincia de Gerona) se han transformado en zonas donde el cambio climático ha vuelto impredecibles sus climas, sobre todo durante las primaveras y otoños, en que las lluvias caen de forma exagerada, provocando grandes y graves destrozos tanto en sus agriculturas como en sus urbanizaciones, y ha convertido sus veranos en abrasadores e inadecuados para la salud humana.
Así las cosas, Galicia, junto a otras regiones del norte, ha pasado a ser el refugio vacacional de cada vez más poblaciones que antes iniciaban sus vacaciones orientadas al sur y que ahora aprecian las bondades de su clima templado, donde, como muchos de sus nuevos veraneantes apuntan: “Incluso es necesario una mantita para dormir”.
Desde el año 2015, en que Galicia ya empezó a ser el refugio de muchos forasteros que huían de las altas temperaturas de sus lugares habituales de vacaciones, a mí se me ocurrió referenciar nuestras costas como la Costa Fresca, ni cálida ni brava, ni soleada ni dorada, porque cuando uno huye del calor sólo puede encontrar alivio en el frescor y de eso, en nuestra tierra, aún tenemos en abundancia, incluso en verano, como quedó plasmado en mi guía turística El Ortegal, secreto e insólito. Pero como no sólo el sol y nuestra gastronomía serán valorados por nuestros nuevos visitantes, mucho todavía tendremos que hacer para que el cambio climático nos sea favorable y trace un nuevo destino en el futuro de nuestro pueblo. Para muchos esta les parecerá la oportunidad soñada, donde se revierten los papeles de la emigración por los de la atracción de nuevas posibilidades de asentamiento poblacional y económico.
José Manuel Suárez Sandomingo