Alana y Leila
Solamente con citar sus nombres a todos nos viene a la mente la tragedia de estas dos niñas que todavía no habían empezado a vivir cuando ya quisieron dejar de hacerlo. Pero la verdad es que en su vida se cruzaron muchos malos caminos, caminos de desesperación ante una gran falta de atención de la que nadie está impune. Esos mismos caminos se le cruzan a diario a muchos niños y niñas a los que no sólo les dan la espalda sus padres o sus maestros, sino también unas comunidades educativas que no quieren hacer frente a sus responsabilidades y que miran para otro lado, como si no fuera con ellas, pensando en que no es su problema o que mientras no les pase a sus hijos o hijas no se quieren involucrar, para no verse señaladas.
De poco vale crear protocolos o dar cursillos sobre el acoso o la mediación si cuando ocurre, no se activan o no se media. Y esto no pasa sólo cuando sale en los medios de comunicación, sino que, por desgracia, es el pan nuestro de cada patio de colegio, de cada grupo de whatsapp, de cada familia que permite que siga ocurriendo por no ponerles límites a sus hijos. Es, en definitiva, una tarea de control en la que todos estamos involucrados, si queremos que eso que llamamos “nuestros tesoros” consigan vivir en armonía y desarrollarse como personas sanas y capaces de expresarse con tolerancia.
Hace algún tiempo fui a dar una charla a un colegio en la que participaron un buen grupo de madres, pero en el que no había ningún padre o progenitor no gestante, como también se les quiere llamar ahora. La cosa discurrió como siempre. Primero avancé una serie de cuestiones sobre las que siempre hay un cierto interés, para después tratar de dar respuestas a las inquietudes particulares de algunas de ellas. Pero lo que más me gustó de todo, no fue esta reunión, sino que, posteriormente, dos niñas de entre diez y doce a años que formaban parte de una actividad de radio del centro quisieron entrevistarme. Me llamó la atención las preguntas que me hicieron, pero lo que más me alarmó fue que, al finalizar su entrevista, me confesaron que estaban muy preocupadas porque una de sus amigas y alumna del centro estaba pensando en fugarse de casa.
Me preocupó mucho que me hicieran a mi esa confesión, pues era un extraño para ellas y no entendía que me pusieran de interlocutor de sus preocupaciones. Así que les dije que no se inquietaran, que haría todo lo posible por que sus sospechas no se cumplieran. Y antes de salir del centro le pedí al director que indagase sobre qué le ocurría a esa niña para estar pensando en tomar una decisión tan drástica como fugarse de casa. El director hizo lo propio y tras hablar con la niña la cosa no fue a mayores. Tal como le había pedido, me llamó para decirme que sí, efectivamente, la niña le había hablado de eso a sus amigas, pero en este caso, la historia tuvo un final feliz: la niña en cuestión era algo fantasiosa y no pretendía realmente escaparse de su casa, algo que las otras niñas en su inocencia no supieron interpretar adecuadamente. Pero, al menos, todo el mundo puso su atención en el problema para poder solucionarlo.
Llevó casi toda mi vida tratando los problemas de los niños en primera persona. Soy pedagogo en el servicio de menores de la Xunta y, por tanto, los tengo muy presentes todos los días, como también tengo muy presente el hecho de que el ejercicio de las responsabilidades parentales y sociales ha cambiado mucho a lo largo de mis casi cuarenta años de profesión. Y si hace varias décadas muchos padres se ocupaban no sólo de las conductas y actitudes de sus hijos sino también de las de sus vecinos, hoy parece que nada importa más que el hijo propio y que a este no le suceda nada, mientras se mira para otro lado con lo que le esté sucediendo a los demás, sin pensar que eso mismo, un día u otro, le podrá estar pasando al suyo. No activemos sólo los protocolos institucionales de acoso sino también nuestras miradas de adultos para que nuestros hijos y los hijos de los demás estén protegidos en una sociedad segura.
Suárez Sandomingo, José Manuel