Educar a los niños maltratadores
Cuando hablo de la infancia, normalmente la divido en tres etapas. La primera es aquella que va desde que nace el niño hasta los seis años, en donde es atendido en todas sus necesidades con proceloso esmero por parte de sus padres. Estos siempre están atentos a que no tenga frío, que se divierta con sus amiguitos, que tome la comida necesaria para su desarrollo y a todo aquello que precise para salir adelante. La segunda se inicia a los seis años y termina a los 12. Aquí los padres van descargándose de parte de sus responsabilidades que, según creen, deben compartir con otros, por ejemplo con los maestros oel personal de actividades de tiempo libre. Ahora también el niño cobra más autonomía y ya puede hacer ciertas cosas por sí mismo. La tercera etapa empieza a los doce años y es la de la adolescencia, donde se aprecia si los padres han seguido siendo supervisores de todo lo que se ha hecho en la etapa anterior o, por el contrario, sienten que ese hijo no es el suyo, pues no saben de dónde han surgido sus nuevas actitudes y esa falta de respeto que ahora tiene hacia ellos.
Es verdad que los hijos no vienen con un manual de instrucciones, pero también lo es que los padres lo son veinticuatro horas al día, trecientos sesenta y cinco días al año. Los padres no están para asfixiar al niño con objetivos y tareas, pero sí para ayudarle a corregir los errores que vaya cometiendo; están para que el niño crezca disfrutando de lo que va aprendiendo; están para que sepa que, ante cualquier fracaso que tenga, ellos estarán ahí para consolarle. Pues los niños tampoco nacen con la vida interiorizada y necesitan de guías que les ayuden a decidir su camino y les apoyen siguiéndoles en sus pasos.
En una sociedad como la nuestra, en la que los hijos han pasado a ser valorados como seres de cristal, todo lo anterior ha dejado de cobrar sentido. Desde un principio se les trata como a unos iguales, o, en el peor de los casos, como a seres con capacidad de decidir lo que está bien y lo que está mal, en función exclusivamente de sus deseos. Deseos que, como diría Freud, huyen del thanatos o dolor y buscan el eros o placer. Y la vida no está hecha sólo de placeres, sino también de dolor y frustración y aquí la esencia de la paternidad debe ser una constante para poder ayudarles a superar sus momentos de crisis. En caso contrario, se le estará dando al niño el arma más poderosa con que cuentan los padres y todos los adultos que les rodean: la autoridad de la experiencia.
Y este es el mayor problema que se les plantea a los padres de hoy: la pérdida de su autoridad o su transferencia a un niño que no es capaz de ejercerla y que sólo puede acabar siendo un tirano o un ser negligente en sus funciones personales y sociales. El niño tirano hará que su entorno familiar y social esté en permanente conflicto bajo sus criterios imperativos, mientras que el niño negligente será incapaz de asumir nunca sus responsabilidades, dejando que sean otros los que le hagan todo lo que le compete. Estos, socialmente, no son los más visibles, pues los padres, como hicieron desde que era pequeño o pequeña le quitaron todas las responsabilidades en un alarde de buenismo para convertirlo en un/a inútil. Una carga que llevarán toda su vida y de la que no sabrán cómo desprenderse pues ellos han cerrado su propiocículo, llegando a pensar que el niño o la niña es así y no se puede hacer nada.
No obstante, el niño o la niña que fueron educados como tiranos llevarán su falta de criterio y autoritarismo hasta donde se lo permita la sociedad. Es decir, hasta que cometan actos delictivos que les lleven sus cuerpos a un centro de reeducación de menores, primero, y si ahí no se puede atajar el problema, hasta la cárcel después.
Los niños son seres educables, como todos sabemos, por eso se espera de sus padres y de toda la sociedad que intervengan en su educación. Y para eso no sólo cuentan con las escuelas, sino también con programas que ponen al día las necesidades de los padres para convertirse en verdaderos tutores de sus hijos, como pueden ser los educadores familiares de los ayuntamientos gallegos o los Gabinetes de Orientación Familiar de la Consellería de Política Social e Xuventude, aparte, claro está, de todos los programas de formación de padres propuestos desde distintas instancias. Que un hijo se convierta en una persona negligente o en un tirano es cosa de todos, pues, como reza el adagio africano: para educar a un niño hace falta toda la tribu.
Suárez Sandomingo, José Manuel