El experimento de enseñanza virtual con 280 millones de estudiantes
La crisis del coronavirus cambiará muchas cosas en China y en el mundo. En China, por ejemplo, es probable que se mejoren la limpieza y el orden de los espacios públicos, lejos hasta ahora de los estándares occidentales; pero habrá muchas más lecciones. Una será cómo enseñar a los estudiantes a distancia. Ahora mismo hay unos 280 millones de estudiantes encerrados en sus casas durante varios meses: es el mayor experimento de Flipped Classroom (aula invertida) que un investigador jamás soñó hacer.
Las autoridades chinas han decidido que los niños se queden en sus casas (se habla de volver en mayo al colegio) pero no que dejen de estudiar. Para eso, los alumnos reciben vídeos de sus profesores con las explicaciones (la esencia de Flipped Classroom o Aula Invertida o al revés) y hacen sus deberes. Todo virtual. La ventaja de la que parte China es que en sus núcleos urbanos el desarrollo de la Red es gigantesco: ya no se paga con dinero en efectivo en casi ningún sitio, ni siquiera con tarjeta, todo es a través del móvil; en los hoteles y aeropuertos se utiliza el reconocimiento facial; y la compra apenas se hace de forma presencial. Es decir, el sistema de redes es lo suficientemente potente ya para sostener tanto flujo de información simultánea.
Pero en las aulas la enseñanza sigue siendo bastante tradicional. Son clases grandes, con hasta 50 niños, y la metodología es la cásica: el profesor explica y los niños atienden callados. La crisis del Covid-19, en cambio, hará que las cosas cambien.
El norteamericano Jon Bergmann, inventor del sistema Flipped Classroom -o al menos el profesor-investigador que lo ha protocolizado-, cree que esta es una experiencia única que «realmente puede resolver este problema mundial», como explicó a La Voz de Galicia por correo electrónico. Bergmann reconoce estar impactado con las cifras que se manejan en China y sobre todo «lo que los maestros chinos están haciendo para enseñar a sus alumnos durante este momento difícil».
En Galicia el modelo lo usan unos pocos profesores, como Juan Sanmartín, en el CPR Vila do Arenteiro, de O Carballiño. Él entiende que del experimento chino se sacarán muchas conclusiones, aunque advierte: “Hacer Flipped tiene que ser un complemento, no una única vía”, aunque en este caso no quede más remedio que convertirlo en el cien por cien de las horas lectivas.
La esencia del Flipped es que «los estudiantes hagan el trabajo previo sin la ayuda del maestro» viendo un vídeo en su casa (preferentemente grabado por su propio profesor) y luego, «cuando se reúnen en la clase, trabajar en las cosas más difíciles», como recuerda Bergmann. Pero «varias escuelas en línea están cambiando» y ya no hay ese encuentro físico: «Envían a casa los vídeos de instrucción y luego usan un encuentro virtual para discusiones mucho más profundas, sesiones de ayuda y actividades en línea que los estudiantes pueden hacer juntos». Esto es a lo que están abocados en China, donde no hay opción de reunirse físicamente en clase.
Es lo que propone Bergmann para los profesores chinos, que además de grabar los vídeos programen verdaderas clases virtuales, incluso en grupo: «Pueden ir un paso más allá si tuvieran que repensar el tiempo total de la clase virtual, cuando los estudiantes están en vivo al otro lado de la videollamada».
Los niños en China, encerrados en sus casas para escapar del «bichito»
Son pequeños, y muchos no saben bien qué es el coronavirus, pero casi todos se dan cuenta de que ese «bicho» del que todo el mundo habla es el culpable de que lleven semanas encerrados en sus casas y ya no puedan ver a sus amigos, primos o abuelos, ni salir a jugar a los parques.
Son cerca de 300 millones en China y quizás sean los que más estén sufriendo este enclaustramiento, obligado o voluntario, que ha convertido las vibrantes ciudades del país en páramos desiertos.
Desde que el pasado 27 de enero, el Ministerio de Educación ordenó aplazar indefinidamente el comienzo de las actividades en guarderías, colegios y todo tipo de centros educativos del país, los niños se han visto confinados, junto a sus padres, a las cuatro paredes de su vivienda.
Un encierro que, según advierten los psicólogos, puede tener consecuencias negativas sobre su desarrollo si los padres no consiguen manejar la situación de forma adecuada.
«En casa estoy muy aburrida, no hay cosas que hacer, pero no podemos salir porque tengo miedo también a ese virus», dice a Efe en un perfecto español Mingmei Zúñiga Li, una niña que acaba de cumplir diez años, de madre china y padre peruano.
Como muchas otras de su edad, Mingmei no sale casi de casa desde hace semanas, como mucho algún breve paseo en el interior del complejo de viviendas en el que vive, porque «los doctores en la tele han dicho que no salgamos mucho».
«Quiero jugar con mis amigos u otras personas, solo quedarte en la casa tampoco está bien porque tienes que salir a respirar y no puedes quedarte todos los días encerrada», se lamenta esta pequeña, cuyos abuelos viven por suerte en el mismo recinto.
La falta de contacto físico con sus amigos es lo que más echan de menos casi todos los niños, que en la mayoría de los casos pasan estas semanas con la única compañía de sus padres, sin poder recibir siquiera la visita de parientes cercanos.
«El contacto con sus compañeros es fundamental», destaca a Efe la psicóloga española experta en terapia familiar Sandra Casio, que subraya que al estrés que genera una situación así -en la que a los niños se les trastocan de repente sus rutinas- se añade el que puedan sufrir sus padres, encerrados como ellos, y que se transmite de inmediato a los pequeños.
«Depende cómo la familia consiga manejar la situación, las habilidades que tenga. No es lo mismo una familia que se preocupe e intente darle un tiempo de calidad a sus hijos, que otra que la viva con mucho estrés», recalca.
Casio explica que las familias de un nivel sociocultural más bajo corren más riesgo de caer en ese «efecto bola de nieve» creado por una espiral de tensión que se retroalimenta entre los niños y padres confinados.
Li Weng y Zhao Xaoli son una pareja china de jóvenes profesionales de telecomunicaciones con dos hijas de ocho y dos años. Todos tuvieron que cancelar el viaje que habían previsto por el Año Nuevo chino a la ciudad de Tianjin, de donde son originarios, una vez que el virus comenzó a propagarse rápidamente en esas fechas.
El padre acude a trabajar a la oficina, mientras que Zhao se queda en casa cuidando de los niños e intenta trabajar a distancia en los pocos momentos que le quedan libres.
La familia compra la comida por internet, algo a lo que muchos recurren ahora, y también mascarillas o desinfectantes, mientras la madre intenta ayudar a su hija con los materiales educativos que les envía el colegio.
«Espero que el virus pueda estar pronto bajo control. Mi hija mayor quiere salir de casa pero no es posible, si queremos hacer frente a la enfermedad», recalca Li.
Las familias de extranjeros viven la situación de forma similar a las chinas, con el inconveniente añadido de no poder entender, en muchos casos, las recomendaciones sanitarias o los avisos en relación con la epidemia.
Un mes sin salir de casa
Belén y Simón Toledo son dos hermanos chilenos de 10 y 12 años, hijos de diplomático, que llevan ya casi un mes sin salir de casa, aunque desde hace unos días siguen las clases por internet que les proporciona su colegio, el Liceo Francés de Pekín.
«Me pone un poco triste no poder ver a mis amigas, es lo que más echo de menos. Tres de ellas se han ido a Canadá y las otras tres no tengo idea de que están haciendo», dice Belén, que, como Simón, prefiere no salir siquiera al jardín del recinto residencial.
«Te aburres mucho acá, terminas tu tarea y entonces molesto a mi hermana», bromea Simón, que se divierte interrumpiendo a menudo a su hermana pequeña. «Lo peor es que algunos de mis libros se quedaron en el colegio», añade.
Pese a que no salen de su vivienda, Belén dice no estar «tan preocupada» porque sabe que «nada malo va a pasar»: «Estamos en China y los chinos son inteligentes», afirma.